domingo, 22 de marzo de 2015

Primeros años europeos

Primeros años europeos. operación de carga y descarga y recarga y contracarga y anticarga y sobrecarga. Por un lado algo como lo que dice Robert Crosson.
The curse is to love words
when you're stuck with them (Geographies)
y vaya si estaba stuck'd de viejas palabras apolilladas, comidas por la mentira, revolcadas en polvos qque nada tenían que ver de enamorados como no fuera el hecho de proclamarlo hasta la náusea. Por otro ldo algo como lo que buscaba Clarice Lispector,
No quiero  la terrible limitación del que
vive tan sólo de aquello capaz de tener
sentido. Yo no: quiero una verdad inventada. (Aguaviva)
Detrás de eso, la certidumbre de que los poemas, fueran lo que fuesen, guardaban en sus botellitas de ludiones lo más mío que me hubiera sido dado escribir, y que no llegaría a la verdad inventada por un mero barrido de hojas secas. Toda renuncia parecía demasiado fácil, algo como comprarse una peluca o dejarse la barba ("no olvides", dice un texto indio, "que debajo de tu ropa estás desnudo"); preferible, aunque nada modesto, era cargar la cruz e ir más allá del Gólgota. Lo ya hecho como parte de lo por hacer, mostrándome tantos caminos aunque no hubiera tocado fondo como Cavafis, aunque no hiciera míos los versos de Hafiz:
Jamais le arfum de l,amour ne
sera respiré
Pour qui n'a point de la joue
balayé la poussiére de la taverne.
Supe que no llegaría a la verdad inventada si aceptaba la peluca, si me convencía de que país nuevo era vida nueva y que el amor se cambia como una camisa. Los últimos tiempos de Buenos Aires habían sido una zona de turbulencia, algo como una lustración a puñetazos; en la soledad de los primeros tiempos en París volví sin buscarlo ni rechazarlo a una escritura cargada de pasado, de temas vividos o imaginados en esa otra soledad provinciana de tantos años de empleos perdidos en lo más amargo de la pampa. Y volví a escribir como antes, desdoblado y obediente ante esas rémoras de la nostalgia que eran mi antipeluca, a la vez que ávidamente entraba en la verdad inventada, inventada por mí cada día simplemente porque había decidido hundirme en ella y hacerla mía, sin pena ni olvido como me lo cantaba una canción tan querida a cada rato, en cada café del recuerdo.
¿Un antes, un después? Sí, en los calendarios, pero no en esa misma lapicera que seguía escribiendo desde la misma mano.

Cortazar, Salvo el Crepúsculo.

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