domingo, 6 de noviembre de 2016
No quiero escribir sobre
Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo,
dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre aludiendo al centro
sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la
geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro,
razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta
existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una
hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el
reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo
desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que
ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa
concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con
miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida
las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y
otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito
insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor
a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan
bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo
religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El
muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace
cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, las
cosquillas, la ética.
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